Un partido de futbol
Alicia Flores
Llegamos temprano al estadio, ese día iba a ser especial. A mí, Abdul Hosseini me gusta mucho el balón pie, pero estoy desentrenado, porque después de tres años de hacer campaña con los compañeros talibanes, y de por fin haber tomado la estratégica ciudad de Mazar-e-Sharif, me dieron una licencia de cuarenta días y regresé a mi aldea natal. Mi madre dijo que, aunque me veía desmejorado, había crecido.
Pues sí, el doctor del campamento registró tres centímetros más de estatura, del día que me alisté al día que me fue otorgada la licencia. Y dijo: “Es natural, el organismo del varón está en pleno crecimiento a los dieciocho años, mientras que en el caso de la mujer, con la primera regla se detiene”. Me gusta el cuidado que nuestro líder Ainudinn demuestra con nosotros: hay un médico por cada cien soldados.
Aunque en casa mi madre y hermanas pueden andar descubiertas, al verme entrar se pusieron el hiyab. Creo que fue instintivo porque llegué con el uniforme. Les dije que podrían descubrirse, porque con tres años sin verlas, no las reconocía. Madre había cambiado poco, pero Zobeida y Aziza de trece y quince años, habían florecido con sus mejillas sonrosadas y ojos orlados de largas pestañas. Lamenté que ya no estuviera Zuraya de diecisiete, quien era la hermana que seguía de mí y con quien más conviví. Yo la acompañaba al mercado y ella lavaba mi ropa después de mis correrías con chiquillos del barrio. A veces se subía en un cajón, para arrancar del árbol de limones —a pesar de las espinas— unos azahares para hacerse una pulsera. Nunca la acusé con mi padre, porque él decía que cada flor se convertía en un limón, y que era pecado no dejar que se cumpliera en ellos la voluntad de Alá. Pero a mí me gustaba aspirar el perfume que exhalaba su mano al ofrecerme gajo por gajo las naranjas. Cuando tuvo que usar el hiyab, a mí era el único que me permitía verle el rostro cuando estaba menstruando. Sin embargo, hacía un año que Zuraya se había desposado con un comerciante de una aldea cercana.
Papá llegó más tarde y todos juntos oramos con la faz vuelta hacia la Meca. Él me llamó la atención porque mi tapete estaba sucio y maltratado, pero le expliqué que había librado fragorosas batallas. Insistió en revisarme la frente para ver la huella que se va formando en ella, a consecuencia de las oraciones. El muestra muy orgullosamente su callo en la sien izquierda y apenas tiene cuarenta y ocho años. Sus largas barbas se mantienen sin una sola cana y su mano sigue igual de poderosa. Charlamos en la cocina en nuestro dialecto pastún, mientras mi madre y hermanas comían en el extremo opuesto.
Los primeros días pasados en casa fueron placenteros, pero inevitablemente llegó el aburrimiento. Extrañaba los días de entrenamiento y luego la campaña: colocar minas, armar y desarmar rifles de asalto, lanzar misiles antitanques. Las flamantes armas venidas de Alemania, Francia, España y Estados Unidos, cada vez más innovadoras y de peso reconfortante. Por ser parte de la escolta personal de Ainudinn, me fue dada la novísima metralleta Dingo 20 cuyos proyectiles pueden atravesar una pared de concreto de veinte centímetros silenciosamente (de ahí su nombre): el último producto de la fábrica belga. La tengo al lado de mi cama y diariamente salgo a correr con ella, para no desacostumbrarme al peso. Lo hago de madrugada para no turbar a las mujeres de la familia.
Así que cuando padre me invitó al partido de futbol, que en el medio tiempo tendría efecto un evento especial— de inmediato dije que sí, a pesar de que tendríamos que recorrer 40 km en su desvencijada camioneta.
En el estadio no había asientos designados, ni filas, ni nada. Nos abrimos paso a codazos y —creo que mi uniforme tuvo mucho que ver— un talibán con látigo nos dio un lugar preferente en primera fila.
Yo recordaba los hermosos campos verdes que habían sido antes esos terrenos, ahora todos llenos de hoyos y donde no crecía ni un hierbajo. Las jugadas se volvían borrosas por el polvo que levantaban los jugadores, así que el partido fue muy monótono. Por fin el árbitro silbó dando por terminado el primer tiempo y un murmullo de expectación se elevó sobre los presentes.
Entró al campo una camioneta de redilas, en cuya batea iba sentada una mujer sostenida por dos guardias armados; vestía un burka verde sin hiyab y tenía las manos atadas detrás. La pasearon por todo el perímetro del estadio para que la vieran bien. Después la hicieron descender por la portería derecha, del lado en que caía en todo su peso la luz solar. Hasta entonces me percaté de un hoyo como de un metro de profundidad que estaba al lado de la portería y más atrás un montículo de piedras planas como lajas. La mujer opuso resistencia y gritó varias veces, pero los guardias la sometieron y la introdujeron en la excavación, quedando medio cuerpo de fuera. Un mullah de barba blanca y túnica negra tomó el micrófono y habló con voz exaltada y ronca en farsi:
—¡Hermanos! Estamos hoy aquí para cumplir el sarhia. Estamos hoy aquí para demostrar que la palabra de Alá —¡alabado sea su nombre! — y el del profeta Mahoma, aún reinan sobre Afganistán nuestra querida tierra, sobre el pecado y la maldad del hombre. ¿Y qué dice Alá? Dice: “Esta mujer cometió adulterio y según la ley del Corán debe ser lapidada”. Cúmplase la palabra del Profeta: “Quien apedree su templo con pecados, debe ser apedreado”.
Tomó entonces una piedra plana que mostró a todos y después la lanzó sobre la mujer, golpeándola en un lado del cuello, ella exhaló un grito gutural, cómo un animal salvaje atrapado en una trampa. Luego varios hombres —jóvenes y viejos— descendieron y tomaron del montículo de piedras, una, y otros hasta dos y tres, lanzándolas. Yo cerré los ojos y sólo los gritos de la multitud me decían cuando acertaban, porque ella no volvió a quejarse. Así pasaron quince minutos hasta que ya no escuché nada. Abrí los ojos y vi un hombre que estaba de rodillas junto al amasijo de carne, sangre y pedazos de tela verde, que buscaba con un estetoscopio queriendo identificar el tórax. Tras escuchar un minuto, se volvió al mullah y meneó negativamente la cabeza.
Entonces volvió a entrar la camioneta blanca y una cuadrilla de talibanes extrajeron el cuerpo y rellenaron el hoyo con sus palas, empujando las piedras de alrededor, y cubriendo las partes ensangrentadas con tierra hasta que quedó tapado. Apareció el árbitro y jugadores y silbaron el inicio del segundo tiempo. Yo me sentía sofocado con el sol en cenit y le dije a padre:
—¿Nos vamos?
Él me miró con sus grandes ojos oscuros y mesándose la larga barba contestó:
—Sí vámonos, tenemos que ir a ver al mullah. Según la ley el esposo de Zuraya no se hará cargo del cuerpo y nosotros debemos reclamarlo. Lo haremos por tu madre.